¡¡¡Dos de octubre no se olvida!!!
¿Cómo describir el color rojo a un
ciego de nacimiento, o el sabor del chocolate a quien no lo ha probado nunca?
¿Cómo explicar qué fue el 68 para quien no lo vivió?
45 años son muchos
años, pero me temo que estos últimos son más que otros. A caballo de dos
siglos, en esta casi media centuria, el mundo y la vida se han visto
transformados, trastornados, de manera radical, inaudita. Y no me refiero al
mundo de las cosas, sino al de las ideas, al de las actitudes y sentimientos.
Ya sé que una va con otra, pero definitivamente el desplazamiento de las
mentalidades ha sido mucho más dramático y trascendental que el de los objetos
materiales. Pese a los smartphones, la
clonación y las pantallas planas.
Es más fácil decir lo que no fue el 68,
aunque ello me obligue a contradecir impresiones muy ampliamente generalizadas,
sostenidas a veces, en la mayoría de los casos, por ingenuidad o por
desconocimiento. Pero a veces por flagrante oportunismo y mala fe. Permítame
empezar diciendo lo que podría parecer una perogrullada, pero que no lo es: el
68 sólo es concebible en el marco de los años 60, ese mágico y largo decenio,
preñado de acciones y situaciones, episodios y acontecimientos memorables, en
todos los planos de la actividad humana.
De la revolución
cubana a la guerra de Vietnam, del Bossa nova a los Beatles, de Julio Cortázar a Federico Fellini, dePatrice Lumumba a Ernesto
Guevara, de la píldora a la conquista del espacio. Sólo en ese
mundo, que, años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, se había
vuelto un mundo a colores, alegre, pródigo, rebelde, insolente y
anticonformista. Únicamente en ese entorno fue posible la magnífica
movilización de los estudiantes del orbe. Todo parecía posible.
Con la bruma que el paso del tiempo ha
echo descender; con el olvido, la distorsión y el trauma ineludible e
imperdonable, las coordenadas y significaciones de aquella epopeya se
confunden. Es inevitable. El peso de la atroz pesadilla, de lo sucedido aquel día
en Tlatelolco, es aplastante. A tal punto que si hoy le preguntamos a los
jóvenes —y a los no tan jóvenes— qué fue el 68, la mayoría no menos aplastante
responderá que se trató de una matanza, de una masacre. Lamentable, no por
comprensible, síntesis.
Tlatelolco, 2 de octubre, constituye y
representa un crimen abominable. Pero reducir lo que ocurrió durante una década
en el mundo entero a lo que sucedió una tarde en una plaza es otro crimen. De
consecuencias más funestas, si cabe. O como dijo aquél, es algo peor que un
crimen, es una equivocación. Equivocación tanto más dolorosa cuanto deja en la
sombra la auténtica gesta que protagonizaron los jóvenes mexicanos durante 120
días. Porque de eso se trató. Lo digo en tercera persona, pero con orgullo
indeclinable, sin asomo alguno de falsa modestia.
Y algo hay de enfermizo, cuando no de
abyecto, en borrar de la memoria, en dejar en la sombra los 119 días en los que
los estudiantes fueron los protagonistas, y dirigir todos los reflectores a ese
único día en que el protagonismo recayó sobre los represores y los
provocadores. Sobre los asesinos. La malhadada y pertinaz atracción de la
sangre y la muerte. Y el pinche, atávico, incurable victimismo de nuestro
pueblo. Lastimoso. Definitivamente lastimoso.
El alzamiento de los estudiantes de
Roma y de Berlín, de París y de Berkeley, de Río de Janeiro y de Columbus, de
Tokio y de México, tuvo en cada lugar y en cada circunstancia manifestaciones y
características singulares y específicas, pero en todos los meridianos y paralelos
compartió un denominador común: se trató, y que nadie se llame a engaño sobre
este punto, de un combate libertario, revolucionario, que osó enfrentarse a un
sistema social, político y económico que entonces consideramos inadmisible. Hoy
ese mismo sistema —agravado y endurecido, diría yo— es perfecta, plácida y
dócilmente tolerado e incluso ensalzado.
El movimiento mexicano, en particular,
se estructuró como antirrepresivo. Enarboló su pliego petitorio de seis puntos
con ese carácter inconfundible. Pero se trataba sólo de un emblema, de un
estandarte. La motivación última, profunda, era la transformación del mundo.
Sin olvidar ni por un momento nuestra propia idiosincrasia y problemática,
fuimos fervientemente internacionalistas. Y dejemos dicho, contrariamente a lo
que hoy tantos sostienen, que la democracia, concebida ésta como un sistema de
reglas de gobierno, como cierta libertad descafeinada, no se contaba entre
nuestros propósitos ni en nuestros planteamientos. Y de la famosa “alternancia”
ya ni hablemos. Ya ni hablábamos.
Los textos de los volantes, las pintas
y los carteles no dejan, en ese sentido, ninguna ambigüedad. Sin duda, los
gritos más populares en las manifestaciones eran: “¡Ho-ho-ho Shi Min!” y
“¡Che-che-che Guevara!”. Y cuando la abigarrada muchedumbre pasaba frente al
flamante María Isabel, el clamor surgía unánime y ensordecedor: “¡Ese hotel
será hospital! ¡Ese hotel será hospital!”.
Fuimos románticos, cierto, y a mucha
honra. Y el romanticismo acarrea ingenuidad, que ni qué. Nuestras
expectativas finalmente no se cumplieron, y el de los 70 fue un decenio de
resaca, de cruda. Un retroceso. Aquellas jornadas habrán quedado como un
estallido de vitalidad, brillante y efímero. Que el tiempo, cruel, se ha ido
encargando de difuminar. Y de desengañarnos.
Pero aquellos sentimientos
indescriptibles obraron nuevas disposiciones emocionales desenfrenadas
originando metas impensables no graciosamente otorgadas. Varios incluso
concebimos abolir mundos infinitamente aborrecidos, una nueva atmósfera festiva
inundó estas sufridas tierras abriendo alternativas siempre imaginadas, sin
oscuras leyes ominosas configurando oprobios ni ultrajantes sometimientos
tutelando el destino. Marchamos en columnas alzando esperanzas.
Hoy, nueve lustros después, no puedo no pensar con cierta melancolía en
los nuevos jóvenes que volverán a recorrer las calles de la ciudad. Y un grito
ausente entonces, el consabido “¡Dos de octubre, no se olvida!”, será el que
llene el aire y rebote en las paredes de las casas. Y no podré no concederles
la razón. No se puede olvidar lo que nunca se supo.
Nota publicada en Excelsior el 2 de octubre de 2013